Este señor de 76 años dedica los primeros pasos de todos los viernes a recopilar una cantidad suficiente de madera y prenderla en el horno para calentarlo. La primera vez del día cuesta algo más de trabajo pero Julián espera paciente a que la madera quede reducida a ascuas para retirarla, ayudándose de un rastrillo, y las deposita en un cubo metálico para que se apaguen solas. Ese mismo rastrillo, pero esta vez equipado con un paño húmedo le sirve para retirar la ceniza que haya podido quedar pegada en las piedras.
Cuando Julián considera que el horno está a temperatura, pues los años de experiencia son para él más importantes que cualquier medidor eléctrico, introduce los cacahuetes para tostarlos. Aproximadamente treinta y cinco minutos después abre la puerta del horno, los prueba y si da el visto bueno los retira. Antes de dejarlos enfriar los deposita en una pequeña caja verde de plástico de las que se utilizan para guardar la fruta y distribuye sobre ellos una mezcla de agua y sal para salarlos. El proceso es mecánico, todos los viernes lo mismo. El resultado: unos cacahuetes casi artesanales que hacen que quien los pruebe no deguste con la misma satisfacción los que se producen industrialmente.
Guijas y garbanzos
El proceso de las guijas y los garbanzos es distinto, requiere de más tiempo puesto que hay que echarlos a remojar un día antes. También es necesaria más fuerza puesto que hay que levantar la caldera en la que se tuestan, al rojo vivo, a pulso. Guijas y garbanzos se tuestan con yeso, el ingrediente que consigue que los garbanzos no se quemen en la caldera, aunque después se limpian para que el consumidor apenas lo note. La manera de tostar las guijas la aprendió Julián de un pastor de la zona y guarda la receta con recelo, tan sólo hizo partícipe a uno de sus hijos tras dos años ayudándole a tostar.
Julián es garbancero, una figura de vendedor ambulante desaparecida en casi todos los pueblos de Ciudad Real pero que en La Solana es, desde hace muchos años, una parte del paisaje cultural de la localidad. En la actualidad es el garbancero más mayor que continúa en activo en el pueblo con más 60 años de experiencia en la calle. Comenzó a vender cacahuetes, guijas y garbanzos con tan sólo 7 años. Su padre murió muy joven dejando a su madre al frente de una familia de siete hijos y una abuela a la que cuidar. Recuerda que todos vivían en una pequeña casa en la que había tres camas para nueve personas y que, aunque pasaban muchos días sin comer tortas de cebada y pan, todas las mañanas su madre hervía una olla de garbanzos que después freía y “no sentíamos hambre en todo el día”, cuenta Julián.
Mientras otros niños jugaban, él cogía el cesto de pleita hecho a mano que fue de su padre y junto a su hermano mayor recorría las calles de La Solana para vender, como ya lo hicieron su abuelo y su tío, garbanzos, guijas y cacahuetes. “A veces, con suerte, conseguíamos ganar 7 u 8 pesetas. No era mucho pero algo se compraba con ese dinero. Le tengo fe a los cestos porque han hecho que muchas noches me fuese a la cama cenado mientras otros se acostaban sin cenar porque no tenían nada que llevarse a la boca”. Por ello pese a que los tiempos cambiaron y la situación económica familiar mejoró, Julián no abandonó los cestos “ni pienso hacerlo mientras pueda seguir vendiendo”, añade.
Los fines de semana, cuando el trabajo en el campo dejaba unas horas de descanso, Julián tostaba los productos, los salaba y salía a la calle a vender. Reconoce que para él la venta de garbanzos es una pasión y lo cierto es que, si uno le acompaña un día de venta cualquiera puede llegar a entender algunas de las razones: los clientes vienen solos, y muchos de ellos, a fuerza de verle todos los sábados en la plazuela de La Solana se han convertido en amigos con los que recordar viejas historias y construir algunas nuevas.
Dice llevar los cestos en la sangre y no miente. En otros tiempos había siete ‘alcahueteros’, como comúnmente se les conoce en La Solana, todos miembros de la misma familia. Entre ellos existía una especie de código, de ley no escrita, que hace que Julián nunca ocupe el lugar donde su hermano solía ponerse a vender (la casa del Bombo) sino en frente o nunca cruzarse con los cestos delante de un garbancero. Si tenías que atravesar una calle y había un vendedor en la esquina la tradición marca darse la vuelta, recuerda Paco, el hijo de Julián, quien desde hace cinco años también es ‘alcahuetero’.
“Un loco con dos cestos”, así define Paco su ‘hobbie’. Camionero de profesión invierte su tiempo libre en preparar, tostar y vender el género, llueva, nieve o haga frío. Padre e hijo coinciden en que de la venta no se puede vivir, supone una ayuda, pero uno no puede ser garbancero a tiempo completo. Sin embargo hay algo que no son capaces de describir, qué les impide dejarlo.
Junto a ellos, dos nuevos vendedores, de la edad de Paco (alrededor de los cincuenta) han salido a vender cogiendo los cestos que otros dejaron por ser muy mayores. De momento parece que la figura del garbancero cuenta con remplazos suficientes en La Solana conservando con ello una de las figuras populares más bonitas de la localidad.
Fuente: www.lanzadigital.com